Querido hermanos y hermanas, en la procesión del domingo de Ramos nos unimos a la multitud de los discípulos que, con gran alegría acompañan al señor en su entrada a Jesuralén. Como ellos, alabemos al señor aclamándolo con más oraciones todos los prodigios que hemos visto. Si también nosotros hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo. La procesión es ante todo, un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el corazón de Dios se nos ha abierto a todos. En el evangelio de San Lucas, la narración del inicio del cortejo cerca de Jerusalén está compuesta en parte, literalmente, según el modelo del rito de coronación con el que, como dice el primer libro de los Reyes, Salomón fue revestido como heredero de la realeza de David.
Así, la procesión de Ramos es también un procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y de la justicia. Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica el camino, aquel del que nos fiamos y al que seguimos,. Significa aceptar día a día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a él, porque su autoridad es la verdad. Es la expresión de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque nos concede ser sus amigos y porque nos ha dado las claves de la vida. Pero esta alegría del inicio es también expresión de nuestro sí a Jesús y de nuestra disponibilidad a ir con él a dondequiera que nos lleve por medio de la oración. Por eso la exhortación inicial de la liturgia de hoy interpreta muy bien la procesión también como representación simbólica de lo que llamamos seguimiento de Cristo.